Por: César J. Pérez Lizasuain*

Mucho se ha visto, sobre todo en los medios sociales de comunicación, las reacciones que van de izquierda a derecha en torno a la llamada “educación con perspectiva de género”. Hubo una considerable lluvia de reacciones que han invadido las órbitas del Internet para rechazar la convocatoria realizada por la agrupación Puerto Rico por la Familia (PRF). Las expresiones, ciertamente de mis cyber-amigos-activistas, no han dudado en lanzar cuanto epíteto despectivo contra los miles de manifestantes que se congregaron en el Capitolio el pasado lunes 16 de febrero de 2015. No sobraban las mofas, ridiculizaciones y los pataleos que expresaran mis cyber-amigos-activistas en donde consistentemente catalogaban de “ignorantes” a los manifestantes conservadores. Tomo prestado el comentario que hiciera en su muro de Facebook el profesor Carlos Pabón, haciendo la siguiente aseveración: también existen movimientos revolucionarios de derecha o populismos de derecha, como diría la filósofa de origen belga Chantal Mouffe, que no ignoran, entienden y saben muy bien en cómo entrar y desenvolverse en el terreno de lo político.
Creo que el pensar sobre el desencuentro entre los bandos que se oponen y apoyan la inclusión de la “perspectiva de género” en el currículo escolar, nos puede ofrecer una lectura del estado actual de un sinnúmero de sectores sociales que, de una manera u otra, nos identificamos con principios progresistas y/o hasta de izquierdas. Sin obviar lo problemático que puede ser el etiquetar diversos sectores bajo un mismo concepto, o bien que éstos nos resulten anacrónicos, nos podemos referir a estos sectores sociales como movimientos progresistas o bien como una izquierda amplia.
La derecha sabe
Hay que reconocer que al sector conservador puertorriqueño, que no se limita a grupos religiosos, le sobra de lo que nos falta a aquellos que simpatizamos con las causas progresistas o de izquierda en el país: entran, se desenvuelven, entienden y manejan con gran eficacia el escenario político. Me parece que existen al menos ocho dimensiones que lo confirman: (1) han generado una impresionante capacidad organizativa. Con ello, no me refiero meramente al frente que representa PRF, sino a esa organización atomista, múltiple y comunitaria en que cada iglesia o secta se desenvuelve; (2) se han convertido en un motor crítico permanente sobre la función que debe tener el Estado en el ámbito social sin descartar su relación con el mismo. Aunque nos pueda parecer una relación contradictoria, tomemos en cuenta, por ejemplo, las llamadas iniciativas y bases comunitarias de fe y sus asociaciones con proyectos estatales y la implantación de política pública por medio de ellas. De facto, estos sectores conservadores han adelantado considerablemente la producción de una nueva relación entre lo que es su composición civil (o sociedad civil) con el Estado, lo cual no se reduce a una mera influencia electoral sobre este aparato; (3) han sido capaces de generar Ideas rectoras sobre diversos asuntos sociales y políticos. Por ejemplo, no hay duda en lo que estos sectores quieren decir por “género”. Hay una definición ética-política clara y coherente de lo que el conservadurismo puertorriqueño considera debe ser el marco normativo de nuestra vida social; (4) como resultado de lo anterior, se les hace mucho más fácil generar marcos disciplinarios en torno a tales Ideas o marcos regulativos; (5) la articulación de una militancia cónsona con lo expresado en los puntos 3 y 4. La militancia se refleja, por ejemplo, en los actos de proselitismo religioso, y demás propaganda, que realizan diariamente en la calle; (6) la derecha religiosa tiene un Pueblo. La traducción de diversas exigencias, desde la posición ideológica-religiosa de miles de iglesias y sectas, a demandas comunes y exigibles ante el Estado, y el resto de la sociedad, ubica a este sector en el tablero de ajedrez de lo político y los sitúa, a su vez, en una posición significativa a la hora del Estado (incluido el estado de derecho) absorber, o no, tales demandas; 7) se han apropiado de espacios y/o sectores que tradicionalmente la izquierda ha identificado como suyos. Sin duda, por ejemplo, la manera en que han acaparado una composición de grupos y clases cuya representación política, incluso desde la política representativa liberal, no sería posible sin la mediación de los colectivos religiosos. Es, en cierto grado, la cooptación de aquellos sectores que históricamente nunca han estado representados en las esferas formales de lo político; y 8) son muchos.
La izquierda post-política
Creo que contamos con una izquierda post-política. Nos hemos dedicado en este debate a no antagonizar y sí a mirarnos nuestro propio ombligo. Es necesario no confundir el pataleo y los gritos con la acción política. El pataleo se da como autoconsumo que solamente sirve para alimentar nuestro ego. Con el mero pataleo, no somos capaces de afectar al prójimo; es decir, nuestra tarea es la de producir una subjetividad política alternativa que se afiance en la igualdad, la inclusión, la dignidad y la justicia. Quizás con el autoconsumo del pataleo no convenceremos al prójimo, no llegaremos a esos acuerdos que terminen sumando a nuestras causas. Nos hemos negado a entrar al terreno de batalla que incluye el que podamos antagonizar y disentir desde el adentro, desde nuestras propias trincheras y con ello proporcionar encuentros. Existe un escenario post-político en el interior de los sectores de la izquierda en donde se rehúye del debate y de los procesos de deliberación por la simple absorción de varios principios generales, que deben ser aceptados a priori, sin que éstos puedan ser debatidos y problematizados (aquí un punto en común con el movimiento religioso-conservador). Esto no quiere decir que abandonemos de un porrazo aquellos principios de igualdad y justicia en los que firmemente creemos. Estos principios han sido históricamente, y deben seguir siendo, – por parafrasear una expresión kantiana –ideas regulativas flexibles, afianzadas en nuestras circunstancias históricas, sobre las cuales debemos entrar al terreno de lo político.
Hemos acordado, sin acuerdo, y decidido, sin decisión, de que debemos apoyar la llamada “educación con perspectiva de género” que quiere implantar, dicho sea de paso, un gobierno conservador. El concepto de género, uno sumamente polarizado y debatido, no ha sido tocado ni con un palo largo en el reciente desencuentro entre bandos. Aún desconozco el peso político que le debo dar a este concepto cuando se ha repetido a la saciedad durante las últimas semanas. Por ejemplo, debemos preguntarnos si una mera perspectiva que vaya a plantear la idea de roles intercambiables entre un hombre y una mujer, sin evaluar el cómo se instituye el “sujeto” y el “yo” desde el contexto colonial-capitalista puertorriqueño y cómo ello incide en nuestra percepción sobre el “género”, ¿resultaría en una iniciativa certera para superar el actual marco heteronormativo? Pero quizás, sobre todo, este sería un debate que nos llevaría a entablar un diálogo sobre lo que, consciente o inconscientemente, hemos echado a un lado: el cuerpo como espacio de lo político. Esto es, el cuerpo como lugar no solamente para lo sexual, pero también como elemento indispensable para el encuentro, para formar nuestros hábitos, nuestra performatividad, como ente vital para propiciar cualquier transformación social o alternativa emancipadora. Igualmente, el que no analicemos y echemos de lado el asunto de que una institución tan jodidamente represiva, como lo es el tipo de escuela que aún tenemos, esté a cargo de la enseñanza (¿o de un ejercicio disciplinario?) de este currículo, podría ser un eje legítimo para debatir y provocar puntos de encuentro, incluso con algunos sectores conservadores-moderados.
Lleva razón el filósofo francés Jaques Rancière cuando afirma que no hay política sin disentimiento. La ausencia del ejercicio de una política interna entre los “movimientos progresistas” nos imposibilita de hacer política hacia fuera. Es decir, la imposibilidad de poder generar una esfera pública y política que entre definitivamente al terreno de lucha, al antagonismo, que reconozca la existencia de un adversario real, y que desde ahí pueda producir significados e Ideas (un marco de referencia) que nos ayuden a asumir posiciones y dirigir nuestras acciones. Se suma, a su vez, la imposibilidad de asumir seriamente, el salto a una lucha política que no se conforme con los limitados espacios en los que nos encontramos confinados. Hay que jugar para ganar. En ocasiones se percibe que ha habido un vacío palpable, de sustancia, en la narración desarrollada hasta este momento sobre la “perspectiva de género”. Creo que precisamente esta ausencia juega a nuestro favor, puesto que puede ser llenada y aprovechada por nosotros; podemos adelantar agendas y pensar de qué demonios estamos hablando. De esta forma, aunque nuestra demanda no sea absorbida por el Estado y no se implemente en las escuelas el propuesto currículo, habremos creado significados, entendimientos e imágenes para que nuestra exigencia no muera con la mera absorción, o no, del aparato institucional.
Me parece que hemos demostrado nuestra incapacidad de cómo construir y cuál deber ser, en todo caso, nuestro proyecto constituyente. Por más insultos, mofas, ataques peyorativos que salga de nuestro cyber-activismo, además de no reconocer que enfrentamos a un serio adversario, esa ausencia política va siendo asumida crecientemente por el único proyecto político que se nos ha presentado, hasta este momento, como alternativa al que tenemos ahora: el proyecto político de la derecha.
*César J. Pérez Lizasuain ha sido profesor de Ciencias Políticas y Derecho en la Universidad de Puerto Rico, Recintos de Aguadilla y Ponce, y en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos respectivamente. Actualmente es estudiante del Programa de Doctorado Renato Treves de Sociología Jurídica en la Universidad de Milán, Italia.