Crisis y cambio político: La necesidad de un gobierno independentista 

El bipartidismo, o lo que llamo el Régimen de 1968, se encuentra sociológicamente muerto. El dictamen sociológico se da como observación de una tendencia que se viene desarrollando desde el movimiento por expulsar la Marina de Guerra de Estados Unidos en Vieques (1999-2000): este movimiento social le atestó un golpe mortal al imaginario político dominante hasta ese entonces, instaurando, a su vez, un nuevo lenguaje y praxis política que se demarcaba abiertamente del bipartidismo. De forma más general, ese nuevo imaginario social iba reconfigurando el mapa organizativo y táctico de nuestras luchas sociales: en el que la forma-partido en general (no solo el bipartidismo) fue puesta en cuestionamiento; mientras se fomentaba y se privilegiaban – con sus ventajas, desventajas y contradicciones – acciones directas, autogestionadas y horizontales, fuera de las organizaciones políticas tradicionales como principales métodos de luchas. El pegamento o paradigma del “consenso” se estableció como esa palabra clave que sintetizaba tanto el nuevo imaginario como esas prácticas sociales que se desarrollaron en el país durante las últimas dos décadas.

Ese nuevo imaginario social se entremezclaba con un creciente malestar político tras: 1) La generalización del desempleo, la pobreza, precarización del trabajo y reducción del gasto social asociados a políticas neoliberales desarrolladas por los gobiernos del Partido Popular Democrático (PPD) y Partido Nuevo Progresista (PNP); y 2) La intensificación de la violencia económica colonial liderada desde el Congreso de Estados Unidos. La combinación de ambos marca un periodo que se caracteriza por lo que el académico puertorriqueño José Atiles Osoria llama neoliberalismo colonial.

Hay una especie de “caldo de cultivo” donde se cuece un malestar político en las primeras tres décadas del presente siglo con importantes manifestaciones públicas: además de Vieques, la indignación generalizada por el asesinato de Filiberto Ojeda Ríos (2005); la huelga de la Federación de Maestros de Puerto Rico resistiendo las políticas neoliberales del gobierno de Aníbal Acevedo Vilá y la SEIU (2008); importantes paros nacionales durante la gestión de Luis Fortuño; las huelgas estudiantiles de la UPR (2010 y 2017); la campaña de pueblo que exigió la excarcelación del preso político independentista Oscar López Rivera (2017); la indignación general experimentada luego del Huracán María y terremotos (2017-2020); hasta llegar al Verano de 2019, que no fue cualquier expresión sino un evento que podríamos catalogar – parafraseando al francés Alain Badiou – como una “revuelta inmediata”: inmediata en sus fines, duración y objetivos pero efectiva al alcanzar lo que se propuso.

A toda esta secuencia de expresiones colectivas que condensan el malestar social, se suma un importante evento en 2020 cuando la candidatura a la gobernación de un independentista alcanzó una cifra histórica que ningún otro candidato o partido independentista había obtenido. El 14% del favor electoral es significativo, pues el independentismo ha estado sistemáticamente sometido a una represión y difamación política permanente. Esta situación, que es parte de nuestra realidad histórica, no ayudó meramente a generar “un miedo al independentismo y a la independencia” como muchos independentistas sostienen hasta hoy. No concuerdo con esa lectura. En todo caso, esa represión sistemática, conjuntamente con los patrones coloniales de dependencia económica, ayudaron a desarrollar una aversión y miedo a la promoción de los cambios económicos, sociales y políticos que el país necesita. En ese contexto, sucede que el independentismo ha sido el sector político que más ha insistido en la necesidad de realizar esos cambios trascendentales y de ahí los prejuicios históricos hacia ese movimiento.

Ahora bien, las elecciones de 2020 expresaron abiertamente dos cosas: 1) Se va rompiendo el perímetro de la política del miedo. “¡Somos más y no tenemos miedo!” decía el coro en 2019; y 2) Al finalizar el escrutinio, con todos los números sobre la mesa y culminada una exitosa campaña electoral, Juan Dalmau Ramírez emerge como favorito para disputar la gobernación en 2024 y como la figura ideal para liderar una coalición electoral que apoye su candidatura (este último dato confirmado por la reciente encuesta publicada por El Nuevo Día) y el endoso de Victoria Ciudadana, partido que en 2020 presentó una papeleta estatal neoliberal e integracionista).

¿Por qué elegir un gobierno liderado por un independentista? Quizás esta pregunta podría ser contestada con otra: ¿Cuál ha sido el sector político que históricamente ha planteado la necesidad de promover cambios profundos y radicales dirigidos a mejorar la calidad de vida de todos los puertorriqueños? Ha sido el independentismo. En este punto hay dos aspectos fundamentales: 1) Estamos hablando de la lucha por alcanzar el poder político, es decir, el Estado. Es una lucha que se lleva bajo las reglas del cuadrante colonial y la dictadura del Congreso estadounidense. Así, un gobierno independentista tendrá plenas dificultades, no solo para llegar a Fortaleza, sino para implantar reformas; entre las dificultades se encuentra la posibilidad del lawfare a través del Tribunal Supremo de Puerto Rico, de mayoría neoconservadora y pro-estadounidense. Lo cierto es que un ejecutivo liderado por el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP) tendrá que ser (a) un muro de contención ante la creciente violencia económica estadounidense y (b) un gobierno confrontativo frente a la elite económica colonial y el Congreso de Estados Unidos. Y 2) Como sentenció Fanon, la descolonización es un hecho de fuerza. La posible gobernación de Juan Dalmau – un independentista – será un hecho de fuerza y parte de un amplio y complejo andamiaje político camino a la única fórmula descolonizadora que nos permitiría luchar para superar dos décadas de crisis: la independencia.

En 2023 la palabra “consenso” designa solo una cosa: la necesidad de cambios radicales y un golpe de timón en la dirección que lleva el país. Solo un gobierno independentista es capaz de comprometerse política, ética y moralmente con semejante tarea.

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